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Dinámica de Sistemas

Boletín de Dinámica de Sistemas


Agujero de ozono

Basado en un modelo de simulación con Vensim

A estas alturas todos sabemos que hay un agujero en la capa de ozono, y que eso no es bueno, pero la mayoría no tenemos ni idea de cómo se ha abierto ese desgarro ni de quién es el culpable. En este artículo intentaré aclarar un poco las cosas, pero advierto que habrá algunas pequeñas sorpresas.

Para empezar, queda claro que si la Tierra es nuestra casa, parece que su tejado no está en muy buen estado. Probablemente deberíamos estar más preocupados considerando que tenemos un agujero sobre nuestras cabezas, pero por lo menos podemos tranquilizarnos recordando que de momento está más bien a nuestros pies. Sobre la Antártida, un continente helado donde no vive nadie de forma permanente. ¿A quién le pueden importar los pocos animales que sobreviven en las terribles condiciones de ese inmenso desierto helado?

Al decir agujero no tenemos que imaginar que se nos escapa la atmósfera, sino que en esa zona la concentración de ozono estratosférico es menor que un tercio de la normal. Si realmente queremos ser optimistas, también podemos considerar el tamaño de ese agujero en la capa de ozono. No es muy grande, si lo comparamos con América, por ejemplo, aunque es dos veces y media mayor que toda Europa, y en su extensión máxima (28 millones de kilómetros cuadrados, registrada en septiembre del año 2000 y de nuevo en éste 2003) se acerca peligrosamente a la superficie de África, es decir, tres veces la de Europa. Comparado con la propia Antártida, puede abarcar más del doble del tamaño de la masa de tierra.

¿Pero qué es ese ozono y por qué decimos que nos protege? La verdad es que se trata de un gas bastante común, que todos hemos respirado y muchos hemos visto. No es más que una forma especial de oxígeno, donde los átomos se agrupan de tres en tres en lugar de hacerlo en la forma más habitual de dos en dos. Para sacar a los átomos de oxígeno de su habitual monogamia, lo único que necesitamos es un pequeño aporte de energía, por ejemplo en forma de chispas eléctricas. Justo lo que ocurre antes de las tormentas, y los químicos insisten en que ese agradable olor "a tierra mojada" de cuando empieza a llover no es más que ozono recién creado. En las ciudades podemos ver también acumulaciones de ozono como una niebla un poco amarronada sobre nuestras cabezas, y la mala noticia es que aunque tenga buen olor es bastante irritante cuando se acumula a nuestro alrededor.

¿Qué relación existe entre ese contaminante ozono superficial y la capa protectora de la parte alta de la atmósfera? No demasiada, ya que no tenemos modo de enviar hacia arriba el ozono que nos molesta a ras de suelo, mientras que a unos 25 kilómetros de altura hay una delgada cubierta que refleja la mayor parte de las radiaciones ultravioletas del sol. Esto último es una buena noticia, ya que esas radiaciones tienen la desagradable costumbre de producir efectos en los seres vivos que van desde quemaduras superficiales a mutaciones genéticas. Recordemos que la mayor parte de las mutaciones serán fatales para el individuo que las presente, unas pocas serán indiferentes y una fracción pequeñísima puede ser beneficiosa para el mutante, con lo que podría aparecer una nueva especie.

De manera que deberíamos estar muy agradecidos a la capa de ozono. Así que ¿quién es el canalla que nos la ha roto? Me temo que científicos muy bien intencionados iniciaron el proceso, aunque podríamos haberlo detenido mucho antes si contáramos con políticos y empresarios con parecida benevolencia. En efecto, lo que mucha gente ignora es que el gas que más contribuye a destruir el ozono, el clorofluorocarbono (CFC), fue diseñado con objetivos perfectamente ecológicos. Hasta su invención, los refrigeradores funcionaban con amoniaco o gases derivados del azufre, muy contaminantes y perfectamente insoportables por las personas. Fue todo un logro de la industria química diseñar un gas artificial tan estable que no reaccionaba con nada en toda la superficie de la tierra. Por fin podíamos disponer de neveras y aparatos de aire acondicionado en cualquier sitio y sin preocuparnos de posibles fugas de gases.

Esta nueva situación transformó el mundo, en general parecía que para mejor, aunque Michael Moore sostiene en su libro "Stupid White Men" (cuando escribo esto acaban de publicarse las traducciones catalana y castellana) la exótica teoría de que en Estados Unidos representó que los, hasta entonces, pobres y despoblados estados sureños fueran enriqueciéndose y haciéndose más fuertes, hasta llegar a imponer los últimos presidentes del país, con una carga de conservadurismo y orgullosa ignorancia rural de la que George W. Bush puede ser el último ejemplo.

Pero volvamos a los CFCs y su aparente inocuidad. En efecto no parecían reaccionar con nada y, una vez su fabricación llegó a ser tan masiva que los costes cayeron en picado, llegaron a utilizarse incluso como propelentes de aerosoles, función para la cual hubiera servido casi cualquier otro gas.

Sin embargo, tan pronto como en 1974, algunos científicos sospecharon que una molécula de CFC puede ser rota si recibe suficiente energía, y que el CFC, si dejamos pasar suficiente tiempo, acabará por ascender en la atmósfera, con lo que tarde o temprano recibirá esa energía, por ejemplo en forma de radiación ultravioleta. Una vez libre, el cloro presenta una gran tendencia a reaccionar con el ozono y reconvertirlo en simple oxígeno sin consumirse en el proceso. De manera que una sola molécula de CFC puede tardar unos diez años en llegar hasta las capas altas de la atmósfera y dejar allí un átomo de cloro que durante un siglo puede dedicarse a destruir moléculas de ozono. Para profundizar en los detalles de la invención de los CFCs y una descripción de sus reacciones con el ozono recomiendo el magnífico libro póstumo de Carl Sagan "Miles de millones" ("Billions and billions").

Como es habitual, se tardó bastante tiempo en prestar atención a los científicos que pedían la interrupción del vertido de CFCs en la atmósfera. En 1978 se tomaron medidas apenas cosméticas, en 1985 se comprobó la existencia del agujero primaveral en el ozono sobre la Antártida, en 1987 se firmó el Protocolo de Montreal para garantizar que no se fabricarían más CFC y la paralización real se llevó a efecto en 1996. Como es lógico, los aerosoles no presentaron problemas para reemplazarlos por otros gases, como propano por ejemplo (evidentemente inflamable, así que cuidado), pero los sustitutos actuales de los CFCs para la refrigeración, HCFCs, siguen siendo dañinos para la capa de ozono, aunque menos. Tampoco los CFCs son los únicos destructores de ozono, las moléculas de bromo presentes en extintores de incendios y algunos productos para la fumigación de cereales son aún peores, aunque afortunadamente más escasas. Pueden pasar muchos años antes de que recuperemos por completo nuestra maltrecha capa protectora. Hemos tomado algunas medidas, tarde y sin mucho entusiasmo, pero el Protocolo de Montreal fue a pesar de todo un gran triunfo para la vida en la Tierra.

¿Los efectos a largo plazo de ese enorme agujero? Aparte de un incremento que probablemente no sea preocupante de cáncer de piel y cataratas tanto en animales como en personas, no tenemos que olvidar que hay seres vivos que no disponen de una piel que pueda quemarse y protegerles. Los más pequeños son los más sensibles y el océano antártico es una zona muy rica en plancton, es decir plantas y animales microscópicos. Esas algas microscópicas producen gran parte del oxígeno mundial y eliminan un porcentaje igualmente importante de CO2. Pero además son la base de la cadena de alimentación global, y si nos falla la base, todos sabemos que acabaremos por los suelos, por culpa de ese tonto agujero en el tejado que ha tardado tanto en recibir nuestra atención.

Juan Carlos Aguado

(*) Puede solicitar información más detallada de este trabajo al autor


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